Por la "soberanía de Westfalia" entendemos los principios legales básicos consistentes en que los estados son soberanos sobre la totalidad de su territorio y en que las potencias extranjeras deben evitar interferir en los asuntos internos de otro país. Desde el fin de la Guerra de los Treinta Años, las relaciones internacionales se basaron en estos principios. Tras la Primera Guerra Mundial, pero particularmente tras la definitiva derrota de la Wehrmacht en las calles de Berlín, las potencias vencedoras modificaron, con limitaciones, estos principios, considerando que los estados debían renunciar a esferas de su soberanía para mejorar la seguridad de las personas y proteger los derechos humanos.
La arquitectura legal internacional cambia con la Carta de las Naciones Unidas y con la constitución del Consejo de Seguridad como garante permanente y último de la paz y la seguridad internacional, fundado en el derecho de veto de las naciones vencedoras en el campo de batalla. Sin embargo, durante la Guerra Fría, los conflictos armados y las lesiones a los derechos humanos no disminuyeron y se extendieron por todo el mundo con el establecimiento de dictaduras apoyadas, directa o indirectamente, por Estados Unidos, la Unión Soviética y China. El Consejo de Seguridad, controlado por estas potencias, era ineficiente e incapaz de asegurar la solución pacífica de los conflictos. Así, mientras las estructuras políticas nacidas de Westfalia han sido relativamente efectivas en garantizar los derechos del individuo en sus territorios, los estados modernos han sido, a la vez, letales e incapaces de mantener la paz internacional.
Durante la década de 1990, impulsados por el liderazgo de Kofi Annan como Secretario General de las Naciones Unidas, distintas instituciones lograron movilizar a múltiples países que apoyaron la creación de la mayor innovación institucional del siglo XXI, el Estatuto de Roma. El Estatuto estableció mucho más que un tribunal específico que juzga delitos, como se hizo en Nuremberg; constituyó una Corte Penal Internacional. Este Convenio Internacional se asemeja más a una federación de Estados conectados a través de un Tribunal independiente que actúa cuando ellos fracasan en la persecución de los delitos más graves. Los más de cien Estados parte se comprometieron a «poner fin a la impunidad de los autores del crimen de agresión, de genocidio, de crímenes de lesa humanidad y de guerra, para contribuir a la prevención de nuevos crímenes».
El Estatuto de Roma no propugna un Estado mundial, sino un sistema legal internacional que promueva la cooperación y una Corte Penal que asegure que esas normas se cumplan. Los Estados parte asumen la responsabilidad principal de prevenir, investigar y castigar los crímenes cometidos en su territorio o por sus nacionales, y toman la decisión soberana de autorizar a la Fiscalía, órgano independiente e impulsor de los procedimientos, a que active la intervención de la Corte Penal Internacional cuando ellos no investigan y persiguen los delitos tipificados internacionalmente. Así las cosas, el Estatuto de Roma no configura una jurisdicción universal, ya que la intervención independiente de la Corte solo puede tener lugar en los Estados que han ratificado o aceptado la jurisdicción de la Corte. Como es sabido, las grandes potencias militares, como Estados Unidos, Rusia o Israel, no han suscrito el Estatuto de Roma, por lo que nace con un efecto limitado, recordando la situación en la que estuvo la Sociedad de Naciones en 1920 al negarse Estados Unidos a formar parte de la misma. Estos países no quieren, ni necesitan, limitación alguna al ejercicio de su soberanía, ni que tribunales internacionales juzguen a sus ciudadanos.
Los resultados durante los primeros 20 años de la firma del Estatuto de Roma no pueden calificarse como especialmente exitosos, pero sí que propagan unos instrumentos destinados a que los autores de delitos especialmente graves no encuentren amparo en la soberanía nacional construida en Westfalia. Dicho esto, a pesar de sus limitaciones, en las dos grandes crisis internacionales que están haciendo tambalearse al orden internacional en la actualidad, la guerra de Ucrania y el conflicto entre israelíes y palestinos, ha demostrado la fuerza de la ley y la vigencia del aforismo romano "Dura lex, sed lex". Así, los fiscales de la Corte Penal Internacional han ordenado la detención del presidente ruso Vladimir Putin y del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu. Al margen de cómo termine el procedimiento y el efecto práctico que puedan tener estas órdenes, lo cierto es que los Estados no están facultados para impugnar las decisiones adoptadas por el Fiscal de la Corte y que aquellos que hayan suscrito el Estatuto de Roma están obligados, conforme a su articulado, a colaborar en la detención de estos líderes políticos fundamentales para alcanzar la paz en dichos territorios. ¿Colaborarán los Estados parte del Estatuto de Roma en su detención? ¿Mantendrá el Fiscal las órdenes de detención si finalmente se alcanza un acuerdo político en la esfera internacional? A fecha de estas líneas, no creo que nadie pueda responder a estas preguntas.
En absoluto podemos afirmar que el Estatuto de Roma haya creado una jurisdicción penal internacional que proteja a aquellos más vulnerables, pero es un paso decidido y valiente, que ha permitido eludir el derecho de veto de los países del Consejo de Seguridad y limitar la soberanía de los Estados a la hora de proteger a sus nacionales de los delitos más graves.
José Pajares Echeverria y Diego Sola Giménez